
Son Irena Sendler y Merçè Sala. La primera murió a los 98 años, la segunda de forma mucho más prematura, con 65. Este primer post está dedicado a Irena, a la cual he dibujado con ternura y con todo el respeto del que he sido capaz.
Irena Sendler murió en el asilo polaco donde vivía, después de salvar a más de 2.500 niños judíos durante la segunda guerra mundial y de vivir una vida sin notoriedad pública bajo el régimen comunista. Irónicamente, fue un grupo de estudiantes americanos los que descubrieron su historia, ya caído el telón de acero, y su valentía junto con algunos detalles muy apropiados para el show business han hecho que Hollywood prepare una película sobre su vida: Fue descubierta, condenada a muerte y salvada cuando era conducida al patíbulo por un oficial nazi unido a la resistencia polaca. Me pregunto hasta que punto detalles como ése han influido en la decisión de trasladar su historia al cine.
A veces, deslumbrada por las historias de coraje que me llegan entre líneas dedicadas a los conflictos bélicos de este siglo, me he planteado si la valentía se alimenta de las dificultades de los tiempos que te toca vivir. En una sociedad descafeinada es muy difícil ser un héroe. Pero sin duda mi afirmación es injusta, puesto que durante los pasados conflictos fueron muchos los que traicionaron sus creencias y salvaguardaron lo que pudieron entre los pedazos de una vida rota, y pocos los que arriesgaron su vida por hacer lo que creían justo. Ella fue uno de ellos.
Irena trabajó como enfermera en el gueto polaco de Varsovia, y sacaba a los niños para alojarlos en casas de familias católicas. Visité hace ya años el barrio que se levanta donde estuvo el gueto, un barrio que es memoria viva de los horrores del holocausto, donde cada piedra parece no querer desprenderse de un halo de perversidad que aún impregna la atmósfera, enrareciendo el humor de los pocos visitantes que pasean por sus calles. No sé si habrá cambiado, pero en la Varsovia que yo visité, 50 años después del holocausto, la memoria del horror estaba aún muy presente.
Me embarga una extraña ternura al ver las últimas fotografías de Irena, con el pelo blanquísimo y una sonrisa permanente. Parece el rostro de una persona afable y en paz. Me gustaría adivinar como veía su vida en retrospectiva, pero tan solo puedo mirar sus ojos vivaces en las fotografías y recordar que, cuando se la calificaba de heroína, se enfadaba. Según ella, tan solo había hecho lo que le habían enseñado, ayudar a quien lo necesitaba. Y así he dibujado a Irena, sus ojos emanando luz y la sonrisa dibujada en sus labios.